Dedicatoria





Dedico estas memorias
a mis hijos y a mis nietos

para que, cuando las lean,
recuerden a sus padres y abuelos.

Las escribo con todo el cariño
que por ellos siento.

martes, 14 de diciembre de 2010

De Riego a Trafalgar


Rebuscando en mi interior, creo que de mis primeros doce años poco más puedo añadir, salvo que durante ellos nacieron mis hermanos Carmen, Pepito y Reme o que, hubo otros nacimientos frustrados, con gran desconsuelo para todos. De no haber muerto hubiéramos llegado a ser 13 hermanos. Murieron porque entonces eran muy frecuentes las muertes entre los recién nacidos y también muchas las madres que morían al dar a luz, como le ocurrió a la mía. El primer hijo que tuvieron mis padres se llamó Carlos.
Como ya he dicho, viví en la calle de Riego hasta los 12 años, lo que quiere decir que hubimos de cambiar de domicilio, y lo hicimos después de grandes discusiones entre mis padres, ya que habían visto un entresuelo magnífico en la hoy calle Álvarez Sereix, perpendicular a Alfonso el sabio, con la que mi madre se había encaprichado. La casa tenía un gran jardín, en el patio, que le gustó mucho. Pero, como mi tío Manolo vivía en la calle Desengaño, en el Barrio de San Antón, y había encontrado una casa en la calle Trafalgar, cerca de la suya y de la calle de la Esperanza, donde habían nacido. Pues, al final, ganó la fuerza de la sangre, y acordó mudarnos hasta allí.

Nos trasladamos a la nueva casa, situada en los números impares. A pesar de lo cual, durante mucho tiempo continuó la discusión y, mi madre, cuando la ocasión se presentaba, aún le echaba en cara su decisión a mi padre.
La casa era de planta baja y, junto a otra similar, formaba esquina con la calle donde vivía mi tío, junto a su mujer, Matilde y mis cuatro primas: Matilde, Lola, Tere y Conchi. Los primeros recuerdos que tengo de mi nueva vivienda son de mi habitación, una estancia que compartía con mi hermano Antonio en la que estudiábamos a la luz de un quinqué, alimentado con petróleo, ya que aún tardamos algún tiempo en tener luz eléctrica.
Una de las cosas que más llamó mi atención en esos primeros momentos, fue el descubrimiento de una tienda llamada “Del Marinero”. El establecimiento estaba muy bien provisto de toda clase de viandas y de las pocas golosinas a las que entonces podíamos tener acceso. Pero su mayor atractivo radicaba en que, con cada compra que realizábamos, nos regalaban unas estampas que nosotros coleccionábamos.
Los primeros días en la calle Trafalgar tuvieron el aliciente de la novedad y también el de que la casa era más grande. Sin embargo, la contrapartida fue muy dolorosa ya que mis amigos, los de mi infancia, tuve que dejarlos atrás y, en el nuevo barrio, en mi flamante nuevo domicilio, no recuerdo haber hecho prácticamente nuevas amistades, algo muy triste para mi pero, que se mitigó de alguna manera al seguir manteniendo el contacto con mis compañeros del colegio, en el Paseo de Campoamor.
Haciendo memoria recuerdo que, junto a mi casa vivía la familia Torregrosa, cuyo padre era maquinista de los ferrocarriles M.Z.A. Eran muy buenas personas y con nosotros se portaron muy bien. El pequeño de la familia, Vicente, era de mi edad y fue compañero de estudios en La Normal. Por cierto, que al poco de iniciar los estudios se trasladaron a una calle cercana a “Les Oliveretes”, junto a los Franciscanos, en el barrio que se llamaba de San Fernando.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Carnavales

Los juegos callejeros no solo eran cosa de niños, los jóvenes, de hasta 18 años, también iban en “pandillas” y tenían sus juegos. Recuerdo una vez en que, entre ellos, hicieron apuestas para ver quién daba más vueltas alrededor de la Explanada. Todo el mundo, grandes y pequeños, nos trasladamos hasta el paseo para ser testigos de tan singular disputa deportiva.
En aquellos años había dos tipos de cajas de cerillas, las de lujo y las populares. Ambas, lucían en su exterior llamativos anuncios de diversos productos, y nosotros las coleccionábamos y las utilizábamos como objeto de trueque en nuestros juegos. Muchas veces recorríamos las calles céntricas de la ciudad en busca de las cajas vacías que los fumadores tiraban al suelo.
Conforme se iban urbanizando, los alrededores de la Muntanyeta fueron tomando forma en lo que sería el Paseo de Soto, en el que hasta entonces tan solo había una gran finca llamada “Casa de Gomis” y, al final de lo que sería el actual paseo, esquina con la Alameda, en los terrenos que posteriormente serían ocupados por los grandes almacenes “Galerías Preciados”, tan solo se levantaba el almacén de maderas, hierros y carbones, de la firma Mateu y Bonet.
En frente, junto a la Iglesia de San Francisco, había varias casas. La primera de ellas, esquina con el Paseo de la Reina Victoria (hoy de Calvo Sotelo), tenía sus bajos ocupados por “Casa Pallús” a la que, por Navidad y por “monas” iba a comprar la harina con la que mi madre elaboraba las pastas y toñas propias de esas fiestas. Los propietarios eran los hermanos Valero, uno de ellos, llamado Pepín, durante la Guerra Civil, ocupó un alto cargo en Abastos.
Como ya he dicho, era costumbre celebrar cualquier fiestas durante tres días, así ocurría con el Carnaval que comenzaba la noche del sábado con la celebración de “Baile del Diario”, que organizaba el “Diario de Alicante” en el Teatro Principal.
Para poder llevar a cabo el baile en el teatro, debía instalarse un entarimado que cubría el patio de butacas, igualándolo en altura con el escenario, lográndose así un gran salón de baile.
Este baile era muy popular. La entrada tenía que ser por invitación, facilitada por el diario y que, para obtenerla, se recurría a todo tipo de amistades y relaciones posibles. Como es lógico, para asistir al mismo era obligado el uso de disfraz, lo que, en muchas ocasiones, era motivo de sorpresas y confusiones, al ser habitual que las parejas de novios y amigos, concurrieran separadamente al baile ignorando que el otro o la otra también había acudido de incógnito.
El domingo por la tarde, se dedicaba a los niños. Yo, una vez concurrí a unos de esos bailes infantiles, disfrazado de Don Juan Tenorio.
En muchas sociedades, de las que en aquellos tiempos abundaban en Alicante, también se celebraban bailes y, durante los tres días, por la tarde-noche, en la Explanada, por la calzada en la que se encontraban las cafeterías y otros establecimientos hosteleros, tenía lugar el desfile de carruajes, disfraces y grupos carnavaleros. Durante el cual se entablaba una festiva batalla, entre la comitiva y el público que asistía al espectáculo.
Nosotros, tan pronto como terminábamos de comer, nos íbamos hacia la Explanada para ocupar  sillas en un buen lugar, para toda la familia y poder así tomar parte en tan singular contienda.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Una montaña rusa en la Plaza de la Independencia


La zona en la que yo vivía, o sea, los alrededores de la calle de Riego y de la Muntanyeta, era entonces muy céntrica aunque, no tanto como lo es en la actualidad.

La cercana avenida de Alfonso El Sabio, ya estaba completamente urbanizada hasta la que se llamó Plaza de la Independencia, después de Catalunya y, en la actualidad de los Luceros. Esta plaza también estaba trazada en su totalidad aunque faltaban, en algunas zonas, edificios por construir. Principalmente en el cuadrante, entre lo que hoy es General Marvá y la actual avenida de la Estación.

Toda esta zona estaba ocupada por un gran montículo de tierra arcillosa que, en la parte más próxima a los Salesianos, ya construidos, tenía un horno de cal (una calera), que era alimentado desde la parte superior del montículo, las estribaciones del cual llegaban hasta las cercanías de “La Kábila”.

La calle del General Marvá, era un lugar absolutamente despoblado, y cerca de lo que hoy sería su final, estaba “L’Hort de les Burretes” en el que se expendía leche de burra y al que nosotros solíamos acudir a recoger “naps dolços” (remolacha azucarera).

El edificio de los Salesianos se situaba en la parte opuesta a la iglesia (hoy parroquia de María Auxiliadora). Había una gran nave ocupada por el teatro, donde también se proyectaban películas de cine. Asi mismo, el colegio contaba con un gran patio en el que se practicaban diversos deportes, entre ellos el fútbol.

Los domingos, la mayoría de los niños solíamos acercarnos a los Salesianos para jugar o ir al cine, claro está que, para poder hacerlo teníamos que ser socios del Circulo Domingo Savio, lo que nos compensaba al poder disfrutar de un lugar donde ir a pasarlo bien los domingos o días de fiesta.

Como, a la ida y a la vuelta, teníamos que pasar por el montículo arcilloso al que antes me he referido, cuando llovía, se nos adhería tal cantidad de barro en las suelas de los zapatos, que parecía que hubiésemos crecido un palmo.

Recuerdo que un año se instaló, en la Plaza de la Independencia, una enorme Montaña Rusa de madera. Creo que ha sido la única vez en que los alicantinos hemos podido disfrutar de una atracción de estas características en plena ciudad.

El aparato tenía que producirse la propia energía eléctrica que precisaba para su funcionamiento, mediante unos potentes alternadores que provocaban un ruido tan fuerte que llegaba hasta donde nosotros vivíamos.

Lamentablemente, yo no pude subir a esa montaña rusa porque era demasiado pequeño. Pero, durante todo el tiempo que permaneció en Alicante, los niños nos divertimos mucho tan solo viéndola funcionar.

A pesar de la calma que habitualmente disfrutábamos en el barrio, de vez en cuando se producía algún alboroto que perturbaba la tranquilidad general. Según oí un día comentar a mis padres, parece ser que, en una casa de la calle Jerusalén, que llamaban “de la Francesa”, más de una vez, se alteraba gravemente el orden. En la casa de mujeres de vida alegre allí instalada, y a consecuencia de las discusiones provocadas por cuestiones de celos o intereses económicos, se solían producir disputas en las que frecuentemente salian a relucir las armas blancas con graves resultados, la mayoría de las veces.

Los niños, cuando oíamos hablar de estas cuestiones, nos asustábamos ya que, lo que se hacía en estas casas, era para nosotros todo un enigma.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El viejo cementerio


Volviendo a mis recuerdos de la Muntanyeta, me veo jugando con mis amigos en ese enclave, rodeado de montículos y lugares en parte peligrosos, donde en más de una ocasión nos encontramos en situaciones comprometidas.

Como he dicho, había espacios elevados muy atrayentes para nuestra curiosidad infantil, a los que a duras penas alcanzábamos después de múltiples tentativas y con grave riesgo de sufrir peligrosas caídas. Pero, en otras muchas ocasiones la mayor dificultad no estaba tanto en subir, como luego en encontrar el camino de bajada.

Cuando esto sucedía a mí siempre se me ocurría el mismo pensamiento: “No os preocupéis, a la noche nos encontraremos todos en casa”. Parecería como si esta idea nos tranquilizara y con mayor sosiego, después de algunas intentonas más, por fin encontrábamos el camino para bajar, aquel que tanto se nos había resistido.

Esta simple filosofía, me ha acompañado en muchos momentos de mi dilatada vida y siempre ha funcionado, “Al final, a la hora de la cena todos en casa”.

En nuestras correrías por la zona, una vez nos encontramos con un cachorro de perro, de raza desconocida, abandonado que, al verlo despertó en nosotros el natural deseo de ampararlo y buscarle un lugar adecuado para su cobijo. Con él a cuestas, ascendimos hacia uno de esos lugares estratégicos que habíamos descubierto en la Muntanyeta, y entre todos le construimos su habitáculo. Durante algún tiempo, de nuestras meriendas le dábamos de comer, y cada uno, de sus casas, le traía lo que podía.

Todas las tardes, al salir de clase, provistos de agua y de comida, subíamos a nuestro escondite y pasábamos parte de la tarde con el perrito, ocultos a la vista de las pandillas rivales. Pero, un día llegamos y nuestro protegido ¡Había desaparecido!. Muchas fueron las pesquisas que realizamos y muchas las indagaciones, pero nunca más volvimos a ver a nuestro perro. El disgusto fue grande y nos duró muchos días, hasta que, ¡Niños al fin!, encontramos otro motivo que nos lo hizo olvidar. Así es la vida.

En aquellos tiempos, los barrios alicantinos, se nos antojaban muy alejados, apartados los unos de los otros. Para mi, por ejemplo, ir a Benalúa o a San Blas, era toda una aventura. Aunque a “La Kábila”, como entonces conocíamos a ése último, solíamos ir al menos una vez al año, ya que allí se encontraba el cementerio y, en el mes de noviembre era obligada la visita a las tumbas de los familiares más queridos, especialmente a la de mi madre y mi abuelo paterno, a quien debo mi nombre.

El Cementerio de San Blas, a pesar de su condición (Al fin y al cabo, no dejaba de ser un cementerio), tenia algunos rincones llenos de romanticismo. Estando en él uno no se sentía sobrecogido, ni temeroso. Sus recoletas callejuelas, con muchas flores naturales adornando las tumbas o a sus panteones, muchos de ellos con hermosas esculturas de mármol, daba la sensación de que estábamos contemplando una muestra permanente de monumentos clásicos. En mis visitas, y a pesar de mi corta edad, nunca tuve miedo de ese lugar.

Años más tarde, cuando una vez construido el Cementerio Nuevo, dedicado a la Virgen del Remedio, fue clausurado el viejo de San Blas, se concedió un plazo para que se pudieran trasladar los restos de uno al otro. Nosotros, acompañados de mi padre, también lo hicimos. Colocamos los restos de nuestros queridos madre y abuelo en un cajoncito de madera y, al llegar al nuevo, lo depositamos en un osario que habíamos adquirido en propiedad, y que está situado (¡Vaya casualidad!) en el grupo en cuya pared trasera se encuentra el nicho donde, transcurrido el tiempo enterraríamos a mi padre, y muchos años después a mi mamá Carmen. D.E.P.