Dedicatoria





Dedico estas memorias
a mis hijos y a mis nietos

para que, cuando las lean,
recuerden a sus padres y abuelos.

Las escribo con todo el cariño
que por ellos siento.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El viejo cementerio


Volviendo a mis recuerdos de la Muntanyeta, me veo jugando con mis amigos en ese enclave, rodeado de montículos y lugares en parte peligrosos, donde en más de una ocasión nos encontramos en situaciones comprometidas.

Como he dicho, había espacios elevados muy atrayentes para nuestra curiosidad infantil, a los que a duras penas alcanzábamos después de múltiples tentativas y con grave riesgo de sufrir peligrosas caídas. Pero, en otras muchas ocasiones la mayor dificultad no estaba tanto en subir, como luego en encontrar el camino de bajada.

Cuando esto sucedía a mí siempre se me ocurría el mismo pensamiento: “No os preocupéis, a la noche nos encontraremos todos en casa”. Parecería como si esta idea nos tranquilizara y con mayor sosiego, después de algunas intentonas más, por fin encontrábamos el camino para bajar, aquel que tanto se nos había resistido.

Esta simple filosofía, me ha acompañado en muchos momentos de mi dilatada vida y siempre ha funcionado, “Al final, a la hora de la cena todos en casa”.

En nuestras correrías por la zona, una vez nos encontramos con un cachorro de perro, de raza desconocida, abandonado que, al verlo despertó en nosotros el natural deseo de ampararlo y buscarle un lugar adecuado para su cobijo. Con él a cuestas, ascendimos hacia uno de esos lugares estratégicos que habíamos descubierto en la Muntanyeta, y entre todos le construimos su habitáculo. Durante algún tiempo, de nuestras meriendas le dábamos de comer, y cada uno, de sus casas, le traía lo que podía.

Todas las tardes, al salir de clase, provistos de agua y de comida, subíamos a nuestro escondite y pasábamos parte de la tarde con el perrito, ocultos a la vista de las pandillas rivales. Pero, un día llegamos y nuestro protegido ¡Había desaparecido!. Muchas fueron las pesquisas que realizamos y muchas las indagaciones, pero nunca más volvimos a ver a nuestro perro. El disgusto fue grande y nos duró muchos días, hasta que, ¡Niños al fin!, encontramos otro motivo que nos lo hizo olvidar. Así es la vida.

En aquellos tiempos, los barrios alicantinos, se nos antojaban muy alejados, apartados los unos de los otros. Para mi, por ejemplo, ir a Benalúa o a San Blas, era toda una aventura. Aunque a “La Kábila”, como entonces conocíamos a ése último, solíamos ir al menos una vez al año, ya que allí se encontraba el cementerio y, en el mes de noviembre era obligada la visita a las tumbas de los familiares más queridos, especialmente a la de mi madre y mi abuelo paterno, a quien debo mi nombre.

El Cementerio de San Blas, a pesar de su condición (Al fin y al cabo, no dejaba de ser un cementerio), tenia algunos rincones llenos de romanticismo. Estando en él uno no se sentía sobrecogido, ni temeroso. Sus recoletas callejuelas, con muchas flores naturales adornando las tumbas o a sus panteones, muchos de ellos con hermosas esculturas de mármol, daba la sensación de que estábamos contemplando una muestra permanente de monumentos clásicos. En mis visitas, y a pesar de mi corta edad, nunca tuve miedo de ese lugar.

Años más tarde, cuando una vez construido el Cementerio Nuevo, dedicado a la Virgen del Remedio, fue clausurado el viejo de San Blas, se concedió un plazo para que se pudieran trasladar los restos de uno al otro. Nosotros, acompañados de mi padre, también lo hicimos. Colocamos los restos de nuestros queridos madre y abuelo en un cajoncito de madera y, al llegar al nuevo, lo depositamos en un osario que habíamos adquirido en propiedad, y que está situado (¡Vaya casualidad!) en el grupo en cuya pared trasera se encuentra el nicho donde, transcurrido el tiempo enterraríamos a mi padre, y muchos años después a mi mamá Carmen. D.E.P.

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