Dedicatoria





Dedico estas memorias
a mis hijos y a mis nietos

para que, cuando las lean,
recuerden a sus padres y abuelos.

Las escribo con todo el cariño
que por ellos siento.

martes, 14 de diciembre de 2010

De Riego a Trafalgar


Rebuscando en mi interior, creo que de mis primeros doce años poco más puedo añadir, salvo que durante ellos nacieron mis hermanos Carmen, Pepito y Reme o que, hubo otros nacimientos frustrados, con gran desconsuelo para todos. De no haber muerto hubiéramos llegado a ser 13 hermanos. Murieron porque entonces eran muy frecuentes las muertes entre los recién nacidos y también muchas las madres que morían al dar a luz, como le ocurrió a la mía. El primer hijo que tuvieron mis padres se llamó Carlos.
Como ya he dicho, viví en la calle de Riego hasta los 12 años, lo que quiere decir que hubimos de cambiar de domicilio, y lo hicimos después de grandes discusiones entre mis padres, ya que habían visto un entresuelo magnífico en la hoy calle Álvarez Sereix, perpendicular a Alfonso el sabio, con la que mi madre se había encaprichado. La casa tenía un gran jardín, en el patio, que le gustó mucho. Pero, como mi tío Manolo vivía en la calle Desengaño, en el Barrio de San Antón, y había encontrado una casa en la calle Trafalgar, cerca de la suya y de la calle de la Esperanza, donde habían nacido. Pues, al final, ganó la fuerza de la sangre, y acordó mudarnos hasta allí.

Nos trasladamos a la nueva casa, situada en los números impares. A pesar de lo cual, durante mucho tiempo continuó la discusión y, mi madre, cuando la ocasión se presentaba, aún le echaba en cara su decisión a mi padre.
La casa era de planta baja y, junto a otra similar, formaba esquina con la calle donde vivía mi tío, junto a su mujer, Matilde y mis cuatro primas: Matilde, Lola, Tere y Conchi. Los primeros recuerdos que tengo de mi nueva vivienda son de mi habitación, una estancia que compartía con mi hermano Antonio en la que estudiábamos a la luz de un quinqué, alimentado con petróleo, ya que aún tardamos algún tiempo en tener luz eléctrica.
Una de las cosas que más llamó mi atención en esos primeros momentos, fue el descubrimiento de una tienda llamada “Del Marinero”. El establecimiento estaba muy bien provisto de toda clase de viandas y de las pocas golosinas a las que entonces podíamos tener acceso. Pero su mayor atractivo radicaba en que, con cada compra que realizábamos, nos regalaban unas estampas que nosotros coleccionábamos.
Los primeros días en la calle Trafalgar tuvieron el aliciente de la novedad y también el de que la casa era más grande. Sin embargo, la contrapartida fue muy dolorosa ya que mis amigos, los de mi infancia, tuve que dejarlos atrás y, en el nuevo barrio, en mi flamante nuevo domicilio, no recuerdo haber hecho prácticamente nuevas amistades, algo muy triste para mi pero, que se mitigó de alguna manera al seguir manteniendo el contacto con mis compañeros del colegio, en el Paseo de Campoamor.
Haciendo memoria recuerdo que, junto a mi casa vivía la familia Torregrosa, cuyo padre era maquinista de los ferrocarriles M.Z.A. Eran muy buenas personas y con nosotros se portaron muy bien. El pequeño de la familia, Vicente, era de mi edad y fue compañero de estudios en La Normal. Por cierto, que al poco de iniciar los estudios se trasladaron a una calle cercana a “Les Oliveretes”, junto a los Franciscanos, en el barrio que se llamaba de San Fernando.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Carnavales

Los juegos callejeros no solo eran cosa de niños, los jóvenes, de hasta 18 años, también iban en “pandillas” y tenían sus juegos. Recuerdo una vez en que, entre ellos, hicieron apuestas para ver quién daba más vueltas alrededor de la Explanada. Todo el mundo, grandes y pequeños, nos trasladamos hasta el paseo para ser testigos de tan singular disputa deportiva.
En aquellos años había dos tipos de cajas de cerillas, las de lujo y las populares. Ambas, lucían en su exterior llamativos anuncios de diversos productos, y nosotros las coleccionábamos y las utilizábamos como objeto de trueque en nuestros juegos. Muchas veces recorríamos las calles céntricas de la ciudad en busca de las cajas vacías que los fumadores tiraban al suelo.
Conforme se iban urbanizando, los alrededores de la Muntanyeta fueron tomando forma en lo que sería el Paseo de Soto, en el que hasta entonces tan solo había una gran finca llamada “Casa de Gomis” y, al final de lo que sería el actual paseo, esquina con la Alameda, en los terrenos que posteriormente serían ocupados por los grandes almacenes “Galerías Preciados”, tan solo se levantaba el almacén de maderas, hierros y carbones, de la firma Mateu y Bonet.
En frente, junto a la Iglesia de San Francisco, había varias casas. La primera de ellas, esquina con el Paseo de la Reina Victoria (hoy de Calvo Sotelo), tenía sus bajos ocupados por “Casa Pallús” a la que, por Navidad y por “monas” iba a comprar la harina con la que mi madre elaboraba las pastas y toñas propias de esas fiestas. Los propietarios eran los hermanos Valero, uno de ellos, llamado Pepín, durante la Guerra Civil, ocupó un alto cargo en Abastos.
Como ya he dicho, era costumbre celebrar cualquier fiestas durante tres días, así ocurría con el Carnaval que comenzaba la noche del sábado con la celebración de “Baile del Diario”, que organizaba el “Diario de Alicante” en el Teatro Principal.
Para poder llevar a cabo el baile en el teatro, debía instalarse un entarimado que cubría el patio de butacas, igualándolo en altura con el escenario, lográndose así un gran salón de baile.
Este baile era muy popular. La entrada tenía que ser por invitación, facilitada por el diario y que, para obtenerla, se recurría a todo tipo de amistades y relaciones posibles. Como es lógico, para asistir al mismo era obligado el uso de disfraz, lo que, en muchas ocasiones, era motivo de sorpresas y confusiones, al ser habitual que las parejas de novios y amigos, concurrieran separadamente al baile ignorando que el otro o la otra también había acudido de incógnito.
El domingo por la tarde, se dedicaba a los niños. Yo, una vez concurrí a unos de esos bailes infantiles, disfrazado de Don Juan Tenorio.
En muchas sociedades, de las que en aquellos tiempos abundaban en Alicante, también se celebraban bailes y, durante los tres días, por la tarde-noche, en la Explanada, por la calzada en la que se encontraban las cafeterías y otros establecimientos hosteleros, tenía lugar el desfile de carruajes, disfraces y grupos carnavaleros. Durante el cual se entablaba una festiva batalla, entre la comitiva y el público que asistía al espectáculo.
Nosotros, tan pronto como terminábamos de comer, nos íbamos hacia la Explanada para ocupar  sillas en un buen lugar, para toda la familia y poder así tomar parte en tan singular contienda.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Una montaña rusa en la Plaza de la Independencia


La zona en la que yo vivía, o sea, los alrededores de la calle de Riego y de la Muntanyeta, era entonces muy céntrica aunque, no tanto como lo es en la actualidad.

La cercana avenida de Alfonso El Sabio, ya estaba completamente urbanizada hasta la que se llamó Plaza de la Independencia, después de Catalunya y, en la actualidad de los Luceros. Esta plaza también estaba trazada en su totalidad aunque faltaban, en algunas zonas, edificios por construir. Principalmente en el cuadrante, entre lo que hoy es General Marvá y la actual avenida de la Estación.

Toda esta zona estaba ocupada por un gran montículo de tierra arcillosa que, en la parte más próxima a los Salesianos, ya construidos, tenía un horno de cal (una calera), que era alimentado desde la parte superior del montículo, las estribaciones del cual llegaban hasta las cercanías de “La Kábila”.

La calle del General Marvá, era un lugar absolutamente despoblado, y cerca de lo que hoy sería su final, estaba “L’Hort de les Burretes” en el que se expendía leche de burra y al que nosotros solíamos acudir a recoger “naps dolços” (remolacha azucarera).

El edificio de los Salesianos se situaba en la parte opuesta a la iglesia (hoy parroquia de María Auxiliadora). Había una gran nave ocupada por el teatro, donde también se proyectaban películas de cine. Asi mismo, el colegio contaba con un gran patio en el que se practicaban diversos deportes, entre ellos el fútbol.

Los domingos, la mayoría de los niños solíamos acercarnos a los Salesianos para jugar o ir al cine, claro está que, para poder hacerlo teníamos que ser socios del Circulo Domingo Savio, lo que nos compensaba al poder disfrutar de un lugar donde ir a pasarlo bien los domingos o días de fiesta.

Como, a la ida y a la vuelta, teníamos que pasar por el montículo arcilloso al que antes me he referido, cuando llovía, se nos adhería tal cantidad de barro en las suelas de los zapatos, que parecía que hubiésemos crecido un palmo.

Recuerdo que un año se instaló, en la Plaza de la Independencia, una enorme Montaña Rusa de madera. Creo que ha sido la única vez en que los alicantinos hemos podido disfrutar de una atracción de estas características en plena ciudad.

El aparato tenía que producirse la propia energía eléctrica que precisaba para su funcionamiento, mediante unos potentes alternadores que provocaban un ruido tan fuerte que llegaba hasta donde nosotros vivíamos.

Lamentablemente, yo no pude subir a esa montaña rusa porque era demasiado pequeño. Pero, durante todo el tiempo que permaneció en Alicante, los niños nos divertimos mucho tan solo viéndola funcionar.

A pesar de la calma que habitualmente disfrutábamos en el barrio, de vez en cuando se producía algún alboroto que perturbaba la tranquilidad general. Según oí un día comentar a mis padres, parece ser que, en una casa de la calle Jerusalén, que llamaban “de la Francesa”, más de una vez, se alteraba gravemente el orden. En la casa de mujeres de vida alegre allí instalada, y a consecuencia de las discusiones provocadas por cuestiones de celos o intereses económicos, se solían producir disputas en las que frecuentemente salian a relucir las armas blancas con graves resultados, la mayoría de las veces.

Los niños, cuando oíamos hablar de estas cuestiones, nos asustábamos ya que, lo que se hacía en estas casas, era para nosotros todo un enigma.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El viejo cementerio


Volviendo a mis recuerdos de la Muntanyeta, me veo jugando con mis amigos en ese enclave, rodeado de montículos y lugares en parte peligrosos, donde en más de una ocasión nos encontramos en situaciones comprometidas.

Como he dicho, había espacios elevados muy atrayentes para nuestra curiosidad infantil, a los que a duras penas alcanzábamos después de múltiples tentativas y con grave riesgo de sufrir peligrosas caídas. Pero, en otras muchas ocasiones la mayor dificultad no estaba tanto en subir, como luego en encontrar el camino de bajada.

Cuando esto sucedía a mí siempre se me ocurría el mismo pensamiento: “No os preocupéis, a la noche nos encontraremos todos en casa”. Parecería como si esta idea nos tranquilizara y con mayor sosiego, después de algunas intentonas más, por fin encontrábamos el camino para bajar, aquel que tanto se nos había resistido.

Esta simple filosofía, me ha acompañado en muchos momentos de mi dilatada vida y siempre ha funcionado, “Al final, a la hora de la cena todos en casa”.

En nuestras correrías por la zona, una vez nos encontramos con un cachorro de perro, de raza desconocida, abandonado que, al verlo despertó en nosotros el natural deseo de ampararlo y buscarle un lugar adecuado para su cobijo. Con él a cuestas, ascendimos hacia uno de esos lugares estratégicos que habíamos descubierto en la Muntanyeta, y entre todos le construimos su habitáculo. Durante algún tiempo, de nuestras meriendas le dábamos de comer, y cada uno, de sus casas, le traía lo que podía.

Todas las tardes, al salir de clase, provistos de agua y de comida, subíamos a nuestro escondite y pasábamos parte de la tarde con el perrito, ocultos a la vista de las pandillas rivales. Pero, un día llegamos y nuestro protegido ¡Había desaparecido!. Muchas fueron las pesquisas que realizamos y muchas las indagaciones, pero nunca más volvimos a ver a nuestro perro. El disgusto fue grande y nos duró muchos días, hasta que, ¡Niños al fin!, encontramos otro motivo que nos lo hizo olvidar. Así es la vida.

En aquellos tiempos, los barrios alicantinos, se nos antojaban muy alejados, apartados los unos de los otros. Para mi, por ejemplo, ir a Benalúa o a San Blas, era toda una aventura. Aunque a “La Kábila”, como entonces conocíamos a ése último, solíamos ir al menos una vez al año, ya que allí se encontraba el cementerio y, en el mes de noviembre era obligada la visita a las tumbas de los familiares más queridos, especialmente a la de mi madre y mi abuelo paterno, a quien debo mi nombre.

El Cementerio de San Blas, a pesar de su condición (Al fin y al cabo, no dejaba de ser un cementerio), tenia algunos rincones llenos de romanticismo. Estando en él uno no se sentía sobrecogido, ni temeroso. Sus recoletas callejuelas, con muchas flores naturales adornando las tumbas o a sus panteones, muchos de ellos con hermosas esculturas de mármol, daba la sensación de que estábamos contemplando una muestra permanente de monumentos clásicos. En mis visitas, y a pesar de mi corta edad, nunca tuve miedo de ese lugar.

Años más tarde, cuando una vez construido el Cementerio Nuevo, dedicado a la Virgen del Remedio, fue clausurado el viejo de San Blas, se concedió un plazo para que se pudieran trasladar los restos de uno al otro. Nosotros, acompañados de mi padre, también lo hicimos. Colocamos los restos de nuestros queridos madre y abuelo en un cajoncito de madera y, al llegar al nuevo, lo depositamos en un osario que habíamos adquirido en propiedad, y que está situado (¡Vaya casualidad!) en el grupo en cuya pared trasera se encuentra el nicho donde, transcurrido el tiempo enterraríamos a mi padre, y muchos años después a mi mamá Carmen. D.E.P.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Vuelta al cole


Con 10 años, regresé al Colegio Nacional “Joaquín Costa”, en su nuevo emplazamiento. Entre los edificios públicos que se construyeron en nuestra ciudad, en tiempos del Directorio del General Primo de Rivera, figuran el Hospital Provincial, hoy convertido en Museo Arqueológico de la Diputación Provincial, y nuestro colegio, en el Paseo de Campoamor.

Como es lógico, el nuevo colegio despertó gran admiración entre nosotros ya que, acostumbrados a estar en vetustas instalaciones, el nuevo era una maravilla. La clase estaba en uno de los pisos, con D. José Albert, de maestro, que como D. José García, también fue un gran profesor.

D. Eliseo Villanueva, seguía siendo el director. En mi clase estaba como alumno su hijo Pepito, con el que, posteriormente, tuve relación ya que estudiamos la misma carrera. Don Eliseo y su familia, vivían en una finca, sita en la Carretera de Villafranqueza, poco más o menos a la altura del actual Hospital General. Junto a ella estaba el “Molí del Remei”, donde vivía mi compañero y amigo Alejandro López.

Un día, Alejandro nos invitó a visitarle, y entonces descubrimos porqué el nombre de la finca, ya que efectivamente disponía de un molino harinero en pleno funcionamiento. Mi amigo y su familia, tenían la vivienda al lado del molino.

En nuestra visita, pudimos comprobar como trabajaba, ya que se encontraban moliendo trigo. Vimos como, el grano era introducido en un lugar en el que se lavaba, para posteriormente, mientras se secaba, y por medio de un gran tornillo sin fin, subía hasta la parte alta donde se iniciaba el proceso de su molturación. Vimos como, una vez molido, la harina salía por una parte y el salvado, por otra. Y como se introducían en los sacos dispuestos en la salida de sus respectivas toberas. Fue toda una experiencia.

En el nuevo colegio cumplí los 14 años y, en él, mi maestro me preparó junto a otros alumnos, para iniciar estudios superiores. Aquellos que tenían que alcanzar el Bachillerato, en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza, salieron antes del colegio, si no recuerdo mal ingresaban a los 10 años. Yo quise estudiar para maestro de Primera Enseñanza siguiendo los pasos de mi hermano Antonio, que entonces ya cursaba su tercer año de carrera.

El Instituto se encontraba entonces en la calle Ramales, hoy Reyes Católicos, y la Escuela Normal de Magisterio, en la Plaza Séneca (Autobuses) esquina a la calle Cano Manrique, ahora Italia. Con gran alegría para todos, aprobé el examen de ingreso y comenzó mi nueva vida.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Fiestas, niños y caña de azucar


Como era tradicional en las fiestas navideñas, tanto los ricos, como los más pobres, preparaban a sus pequeños, para estrenar nuevas prendas de vestir en esos días.

Recuerdo que el primer día de Navidad, a primera hora, mi madre y mi padre, procedían a engalanarnos a los tres vástagos de la familia: mi hermano Antonio, mi hermana Antoñita y yo mismo (posteriormente aumentaría la familia con nuevos hermanos pero, poco cambiarían las costumbres). Y, aunque pobres, siempre hemos estrenado nuevas galas.

Después, limpios y arreglados, tomábamos nuestro desayuno típico en esas fechas, a base de chocolate a la taza, con toña y mantecados caseros para, al terminar, ir a visitar a las amistades de mi madre, personas de buena posición que la querían y la recordaban, y de los que recibíamos nuestros esperados aguinaldos, casi siempre en monedas de plata.

A este respecto tengo una anécdota, que ya he referido en múltiples ocasiones y que voy a referir de nuevo. En aquel entonces, durante las fiestas, en la Plaza Nueva se instalaba un puesto en el que se vendía caña dulce (caña de azúcar). La vendían en pequeñas porciones, que nosotros llamábamos “canuts”, aunque algunas personas mayores compraban la caña entera.

En la parada había unas palas de madera de boj, con una de sus partes bien afilada, que había sido pulida con un trozo de cristal. Con estas palas, las cañas y los “canuts”, los niños desarrollábamos un juego que consistía en lanzar el “canut”, o la caña, al aire e intentar hacerle una raya longitudinalmente con la pala. El que lo conseguía, se la llevaba como premio.

Claro que eso no era nada fácil y casi nunca se conseguía a la primera, por lo que era necesario intentarlo en más de una ocasión. Excuso deciros cual era el aspecto de la caña cuando se conseguía como premio, tras sufrir múltiples caídas sobre el polvoriento suelo de la plaza. Aun así la alegría por haberlo conseguido superaba la mala imagen que presentaba el trofeo.

Pues, como os decía, un día de Navidad, cuando regresábamos de recoger el aguinaldo, me quedé en la plaza participando de uno de esos juegos, y ganándome una buena porción de caña dulce. Con las mismas, procedí a trocearlo y comencé a masticarlo para extraerle todo su jugo, sin caer en la cuenta de quitarme antes los bonitos guantes de algodón que había estrenado. Podéis imaginaros cómo quedaron y ¡¡Cómo quedé yo, cuando llegué a mi casa, con esas pintas!!

En aquellos tiempos, las fiestas, eran muy celebradas y todas duraban, al menos tres días. La Navidad duraba tres días, lo mismo que duraban los Carnavales, o la Pascua y las hogueras de San Juan también.

De las Hogueras, por cierto, los niños de mi edad prácticamente fuimos los iniciadores. Con anterioridad a su organización tal y como hoy las conocemos, la chiquillería nos dedicábamos a  recorrer las calles de la barriada en busca de toda clase de enseres inservibles, para ir recogiéndolos y,en vísperas de la noche de San Juan, arrastrarlos por las calles, atados con una cuerda, hasta el lugar señalado donde la noche del 23 de junio, les prendíamos fuego jugando y bailando alrededor de la fogata, mientras tirábamos pequeños cohetes, que nos facilitaban las personas mayores.

Al finalizar, y durante toda la noche al menos en casa, mi padre tenía la costumbre de lanzar pequeños productos pirotécnicos, previamente adquiridos en la “Tenda del Gat”, de la calle de la Princesa, que años más tarde sufriría una grave explosión ocasionando muchos muertos y la destrucción del emblemático edificio del Consulado del Mar, entre otras casa, frente al Ayuntamiento.

Mi padre, desde siempre ha tenido un espíritu “fester”, que nos transmitió a sus hijos y que también han heredado muchos de sus descendientes. Como consecuencia de su carácter, ha formado parte de las comisiones de fiestas que se creaban en la calle de Riego y adyacente, durante el verano para celebrar, también durante tres días, diversos festejos con cucañas y otros juegos acompañados de la música de la dulzaina y el tamboril, así como por el disparo de cohetes que los animaban. Para eso, el autor de mis días, adornaba la fachada de mi casa y, recuerdo que, en casa siempre había un gran paquete con cohetería para realizar las clásicas “despertàs”.

Me acuerdo que en uno de esos días, en el que tenía que actuar la Banda Municipal, amaneció con una lluvia torrencial imponente, que dejó la calle hecha un barrizal intransitable. Ante tal circunstancia, apenados, los miembros de la comisión, entre los que figuraba mi padre Carlos “El Pintor”, acudieron al Ayuntamiento para exponerles la situación. Afortunadamente, sus peticiones fueron atendidas y con gran rapidez y eficacia, las brigadas municipales procedieron a cubrir el barro con carros de tierra seca, apisonándolas después y dejando en perfectas condiciones la calle para poder continuar con los festejos previstos. ¡Todo un éxito!

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El chambilero, Pepito y otros juegos

http://fotosantiguasdeibi.blogspot.com/

Aprovechando nuestra celebración primaveral, del Corpus con helado, hago un inciso para hablar un poco de tan preciado regalo para nuestro paladar, tan prohibitivo en aquellos tiempos de poder disfrutarlo con frecuencia.

Cuando llegue el momento, hablaré del Salón Moderno y del Cine Salón España, comentando vivencias posteriores pero, ya que he mencionado el mantecado, voy a referirme a un hecho que hizo que, la mencionada exquisitez, sobretodo para nosotros los niños, fuera más accesible a nuestros escasos recursos económicos.

Los establecimientos a los que acudíamos habitualmente en celebraciones extraordinarias, como la referida Heladería Carbonell, fabricaban artesanalmente sus artículos. Pero, fue en una de las calles laterales, que enmarcaban el Salón Moderno, donde una firma de Ibi llamada Helados Fuster, abrió una sucursal en la que, a la vista del público, fabricaba sus helados de diferentes sabores, por supuesto, muchos menos que en la actualidad. Daba gusto contemplar, cómo fabricaban tan ricos helados.

Para su distribución, disponían de unos carritos, con “garapiñeras”, con distintos contenidos. Toda una novedad, que ponía la mercancía al alcance de los usuarios.

Posteriormente, oí comentar a mi padre, una innovación que yo mismo pude contemplar más tarde. Consistía en una “garapiñera” forrada de metal que, un hombre “El chambilero” llevaba al hombro y con la que complacía las peticiones que, del rico contenido hacíamos, niños y mayores, sirviendo el helado entre dos obleas, para lo que usaba un molde que las hacía de diferentes tamaños, según el precio.

Una nueva época se abría a nuestra anticuada y caduca manera de vivir. Era una verdadera innovación. ¡Por algo se empieza!.

Durante el curso, casi todos los días, para ir al colegio solía pasar por el domicilio de Pepito Ferrándiz, mi condiscípulo, que vivía en la calle Torrijos (Hoy, César Elguezabal) en el tramo más próximo a la Plaza Nueva, en una finca propiedad de su familia. Ellos vivían en el segundo piso. Allí lo recogía y, juntos, hacíamos el camino hasta la escuela.

Si no recuerdo mal tenía dos hermanas, Magdalena, funcionaria municipal y Pepita, maestra nacional, y un hermano, también estudiante.

De mis visitas, un nombre que allí veía me llamaba especialmente mi atención, “Gata de Gorgos”, que en mi imaginación infantil me figuraba como algo mágico y mitológico, hasta que supe que se trataba del nombre de una población de la Marina Alta.

Ese nombre figuraba en unos recibos impresos por medio de una imprentilla casera que yo veía en casa de los Ferrándiz y que correspondían al Impuesto de Contribución Urbana y Rústica, que estaba preparada para el cobro.

Por lo visto, su padre era funcionario de Hacienda, y se llevaba este trabajo a casa, para ir cumplimentando los datos de los recibos ayudado por toda la familia, con lo que conseguía un pequeño sueldo extra. Después supe que no solo preparaban los recibos de Gata de Gorgos, sino también de otras localidades.

Del padre de mi amigo Ferrándiz guardo un cariñoso recuerdo, ya que era un hombre muy amable y a mí me trataba como a un miembro más de la familia.

Cuando era época de “trancazo” (hoy gripe), y llegaba por la mañana a su casa en busca de mi amigo, siempre me servía un vaso de leche, muy caliente, con unas gotas de “tintura de iodo” que me veía obligado a tomar, ya que según decía, había leído que el iodo ayudaba a no caer enfermos.

Magdalena, la hermana de Pepito, tenía un novio, también funcionario municipal, y músico de la Banda Municipal, en la que tocaba el fagot (depués de algunos años llegaría a ser Interventor del Ayuntamiento), y no sé si por su influencia, o no, en esa casa se hablaba mucho de música, y a veces hasta iban tatareando por las habitaciones alguna que otra pieza.

Por ese motivo, allí tuve la ocasión y la oportunidad de entrar en contacto con el hermoso arte de la música clásica, fuera de la popular de la que ya tenía algún conocimiento.

En aquel momento de mi vida, la Plaza Nueva era el centro de reunión de los niños y de los menos niños y, en ella, practicábamos toda clase de juegos: El Salto desde Fuera, la Trompa (Peonza), los Hoyos, la Escampilla (ésta también en las calles del barrio) y otros muchos. La mayoría ya desaparecidos en la actualidad ya que ahora los niños apenas juegan o, al menos no lo hacen en la calle como nosotros lo hacíamos, debido al intenso transito que las actuales soportan. También el cambio de las costumbres ha influido en eso ya que, hoy en día, las nuevas tecnologías les ofrecen la oportunidad de disfrutar de más y mejores juegos con mayor tranquilidad y con mayores contenidos.

También teníamos otros juegos con las niñas. Jugábamos a “La Gallinita Ciega”, a “Madres e Hijos”, a la “Anguileta Amagà”, a Médicos y Enfermos. Las chicas, por su parte, tenían sus juegos propios, como “El Tranco”, o “El Diabolo”. Y, mientras ellas jugaban, nosotros jugábamos a “Empinar el Catxirulo”. El Catxirulo es el nombre que los alicantinos damos a la cometa. Mi padre nos los fabricaba, algunos de tamaño bastante regular.

jueves, 18 de noviembre de 2010

El Corpus escolar



Otra efeméride que recuerdo es la que supuso el primer vuelo trasatlántico, en avión que efectuaron los pilotos Franco y Durán y el mecánico Rada, a bordo del hidroavión “Plus Ultra”, hecho acaecido 10 de febrero de 1926. Éste hidroavión, partiendo de las Islas Canarias, cruzó el Atlántico, hasta América del Sur, terminando el vuelo en Buenos Aires.

En esta celebración en el colegio tuvimos un acto extraordinario con su correspondiente lección. En mi clase, por lo menos nuestro maestro nos dio a cada alumno una moneda de cuproníquel, con valor de 0’25 Ptas., que el gobierno había acuñado con motivo de ese vuelo. Este detalle os puede dar una idea del interés con que nuestros maestros nos atendían.

Ya he nombrado al Director, y a dos de los maestros del colegio, pero además de ellos también quisiera nombrar a Don Ignacio, a Don Diego, a Don Javier y a otro apellidado Reig que fue trasladado al colegio que había en el Paseíto de Ramiro. Por cierto, que su hijo, Vicente Reig, durante la Guerra, conseguiría en Rusia el titulo de piloto, ejerciendo como tal en la contienda y muriendo en al campo de batalla. Vicente, fue un muy buen amigo, y estábamos en la misma clase.

No recuerdo si fue en el tercer o en el cuarto curso cuando el colegio hubo de cerrar sus puertas, por no reunir condiciones y, mientras se terminaba el nuevo edifico que la Dictadura de Primo de Rivera construía en el Paseo de Campoamor, tuvimos que acomodarnos en otros centros. A mí, me tocó ingresar en el Colegio Nacional de la Aneja a la Normal, en la calle Rafael Terol. Esta escuela servía a los estudiantes de Magisterio para realizar sus prácticas de enseñanza, lo que hacían en nuestras aulas.

Durante el tiempo que allí tuvimos que permanecer, por las tardes, después del horario escolar, asistíamos a las clases de Francés impartidas por Don Félix Monguillot, del Consulado Francés, que según decía estaba en posesión de una Distinción de Primera, de la Legión de Honor Francesa.

Me gustaron tanto esas clases que después de regresar a mi colegio, en sus nuevas instalaciones, aún volví a continuar el curso, y los posteriores.

Pero antes de abandonar definitivamente los recuerdos del colegio en sus viejas aulas de la calle Villegas, aun me acuerdo de una actividad a la que estábamos obligados a asistir todos los alumnos de las escuelas públicas.

El Día del Corpus (en aquellos tiempos, mi madre nos decía: “Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión”.), como es natural, era festivo pero, los alumnos estábamos advertidos y, por la tarde, debíamos acudir al colegio donde nos concentrábamos para trasladarnos, provistos de un cirio que nos proporcionaba el ayuntamiento, hasta la Iglesia de San Nicolás, para tomar parte en la procesión que desde allí salía.

Como yo, desde siempre, me he sentido muy responsable, esta actividad me la tomaba muy en serio. Por lo que pasaba muy malos ratos ante la falta de seriedad de mis compañeros, a los que reprendía. Así era, así he sido y así, creo que continuaré siendo ¡¡Qué le vamos a hacer!!.

Todo el trayecto de la procesión, estaba custodiado por militares de la guarnición. Y, conforme pasaba, los soldados se iban incorporando detrás de la misma. Finalizado el acto religioso, formados y al ritmo de la Banda de Música, de tambores y cornetas, desfilaban en dirección a su cuartel.

En esas tardes, cuando regresábamos a casa, con mis padres y mi hermano Antonio, siempre teníamos la costumbre de ir a la Heladería-Horchatería Carbonell, que estaba en el Pasaje Amérigo donde, sentados ante una de sus mesitas nos regalábamos con una copa de mantecado, con barquillos.

El pasaje discurría, desde la calle Mayor, hasta la de Altamira (antes, de la Princesa). Como casi un acto ritual, siempre repetíamos la misma liturgia, casi todos los años tomábamos lo mismo, cómodamente sentados ante la correspondiente mesa. Para nosotros, todo eso era ¡Un auténtico lujo!, que nos servía de comentario y recuerdo durante los días siguientes.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Primera enseñanza

Alumnos del Colegio Nacional "Joaquín Costa", con su profesor
D. José García Correcher (Carlos, sentado, primero por la derecha, junto a Don José)

De mis primeros años de vida, como ya he dicho, no son muchos los recuerdos que tengo, salvo los ya descritos.

Sin embargo, la época escolar con sus primeras vivencias es una etapa que me marcó y dejó en mí, las mayores huellas.

Entonces, como ahora, la enseñanza se iniciaba a los 6 años. En el Alicante de aquellos tiempos, había enseñanza pública y también privada. Esta última, ejercida, principalmente por instituciones religiosas, entre los que destacaban los centros de:

- Los Maristas, con edificio cercano al lugar que hoy ocupa el Banco de España (ya, en su momento, escribiré sobre su situación).

- Los Jesuitas, que tenían su colegio frente al convento de las Hermanas de la Sangre.

- Los salesianos, con un gran edificio detrás del actual Palacio de la Diputación. En su momento, también me referiré a este enclave, detallando como era.

O regentados por particulares, como la “Escuela Modelo” de los hermanos Albricias, y que estaba situado en la calle Calderón de la Barca. Este colegio era de formación protestante y de sus aulas salieron muchos alicantinos de gran renombre. Llamaba la atención que, al igual que se hacía en el país de origen de sus propietarios, los alumnos de esta escuela desfilaran todos los sábados, por las calles principales de Alicante, formados y a los sones de pífanos y tambores.

Otro de los colegios con renombre era el de “La Educación”, en la calle Castaños. Cuyo propietario era Don José Garrigós, aunque a mí nunca me llamó la atención.

En cualquier caso, en casa no se podía pensar en estos colegios ya que estaban lejos de mi vivienda, así que mis padres me inscribieron en el Colegio Nacional “Joaquín Costa”, situado en los pisos altos de un edificio de la calle de Villegas.

Frente al colegio, estaba la Diputación Provincial, en el solar actualmente ocupado por el convento de las clarisas, anteriormente ubicado donde hoy está el Banco de España.

Su edificio y el anejo lateral de los Maristas fue saqueado y, en parte, incendiado, en los primeros meses de la llegada de la República (lo mismo ocurrió con el colegio Salesianos).

Los balcones de nuestro colegio recaían, unos sobre la calle Bailén, otros a la citada calle Villegas y los otros a la callejuela, paralela a Castaños, llamada de Quevedo.

Desde estos últimos, todos los días nos llegaba el agradable aroma a café recién tostado, procedente de una afamada tienda de comestibles situada en la calle Bailén con salida a la de Quevedo, que realizaba el tueste diario del café, con el aparato que allí tenían.

Mi primer día de clase lo tengo siempre presente y, como ya sabréis al haberlo contado en repetidas ocasiones, me ocurrió que yo veía como, mis compañeros, cuando tenían ganas de orinar, pedían permiso al maestro levantando un dedo de la mano derecha. Así que, cuando tuve ganas, yo también hice lo mismo. El maestro, al verme, me dio permiso, pero como desconocía donde estaban los aseos, baje la escalera hasta la calle, y al llegar a la acera oriné en la calzada y volví al aula.

El director de mi colegio era Don Eliseo Villanueva, maestro de mucho prestigio y gran humanidad, no solo en su interior, sino también en su exterior, ya que era un hombre muy corpulento.

Mi primer maestro fue Don José García Correcher, natural de Cofrentes (Valencia). Disponía de una extraordinaria capacidad pedagógica y con él aprendí a ser persona, en el máximo significado de tal palabra. Él nos enseñó el hábito del trabajo, y las buenas costumbres.

Era un hombre soltero y poseedor de una gran elegancia. Socio del Casino. Fumador de cigarrillos y de puros, para lo que utilizaba una boquilla de ámbar, que siempre mantenía pulcramente limpia.

En relación con sus ideas políticas, nunca se manifestó, aunque, por su comportamiento, era claramente partidario de la libertad.

Lo mismo ocurriría, con otro gran maestro que tuve después, Don José Albert, del que si sabía su forma de pensar, ya que era un demócrata declarado y así se manifestó en todo momento.

Estos maestros tuvieron gran influencia en mi normal desenvolvimiento. Ellos consiguieron que, en los momentos que mi vida se vio envuelta en trágicos acontecimientos, en aquellos en que la Historia de España tuvo que sufrir alteraciones impuestas por los enemigos de la Democracia. La formación que de ellos recibí, me permitiera amoldarme a las circunstancias y hacer frente a la difícil vida que, en muchos momentos sufrió, no solo mi persona sino también mi familia y la gran mayoría de los españoles.

Los alumnos, en la clase, teníamos asignado un sitio cuyo orden quedaba establecido de acuerdo a los conocimientos demostrados a lo largo de la semana. Para ello, después de la explicación, por parte de Don José del tema de día, se hacía un repaso de los conocimientos de temas anteriores. Normalmente, para alcanzar los primeros puesto, casi siempre éramos los mismos alumnos Ferrándiz, Moya, Planes y, entre ellos, yo. Había una sana rivalidad para figurar entre los primeros de la clase y, lo principal era, el estudio y el trabajo, cosa que hacíamos sin enfrentamientos, aceptando los resultados como se dice actualmente, con deportividad.

Verdaderamente fueron años de intenso trabajo aunque, eso sí, sin tener que abandonar los diarios juegos infantiles que, compartíamos con los demás niños de la barriada, la mayor parte estudiantes en otros colegios.

Recuerdo que, uno de los alicientes que se nos presentó, en clases más avanzadas, durante la vida escolar, lo representó la convocatoria del Premio de la Fundación Maisonnave, consistente en un diploma y una cartilla , de la Caja Postal de Ahorros, con una primera imposición de ¡¡¡250 pesetas!!!, nada más y nada menos. Hay que tener en cuenta lo que dicha cantidad económica representaba allá por los años veinte.

En la primera convocatoria de este premio, quedé en segundo lugar, cosa que acepté con algunas lágrimas de decepción.

Afortunadamente, en la convocatoria del año siguiente, lo conseguiría. Aún recuerdo que, al llegar a mi casa, con el premio obtenido, mi padre me abrazó emocionado. Cómo me acuerdo de lo que fueron aquellos momentos.

Durante los primeros años en este colegio, y en este emplazamiento, recuerdo especialmente un emotivo acto, al que tuvimos que asistir junto a otros niños de todos los colegios de Alicante a la Plaza del Ayuntamiento para conmemorar el nacimiento de Miguel de Cervantes. Con ocasión de esta efeméride, se descubrió , una placa en mármol en la fachada del edificio consistorial, y en el instante de ser descubierta, todos los niños debimos corear una canción que comenzaba diciendo: “A Miguel de Cervantes, cantemos, al autor del Quijote inmortal ... ... ...”

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Alumbrado público y Gas ciudad




El trazado de la calle de Riego (dedicada al General que perdió su vida por la causa de la Libertad y que dio nombre al Himno oficial de la República) salvo, en su tramo final, el de la Muntanyeta, sigue prácticamente igual. Evidentemente su aspecto no es el mismo por los cambios de algunos edificios viejos por otros nuevos, siendo pocas las casas antiguas que permanecen en pie. Otra de las diferencias más claras es el cambio sufrido por la calzada ya que, la antigua, era de tierra y la nueva está asfaltada. Como es natural, el paso del tiempo ha hecho que la imagen general de la calle cambiase, igual que el resto de Alicante.

Uno de los cambios más significativos en estos aspectos es el sufrido por el alumbrado y por el servicio de agua puesto que, en mi niñez, pocas, o ninguna, eran las casas que tenían luz eléctrica o agua corriente.

El alumbrado público es uno de aquellos recuerdos que tengo fijados en mi memoria, tanto su producción como su distribución en Alicante, ya que conocí el que tenía como origen el gas ciudad.

Éste era producido por una sociedad privada, que tenía su domicilio y el de sus calderas, en los alrededores de la Estación de Murcia. En éste lugar, durante muchos años pudimos contemplar su gran gasómetro, depósito de gas que se extraía de carbón mineral (hulla). Desde este gasómetro se distribuía, por medio de tuberías, el gas a toda la ciudad.

Los restos de la hulla, convertida en carbón de coque, se vendían para su uso, como combustible en las casas que tenían cocina económica.

En algunas esquinas de las calles céntricas, había farolas de gas. Estas farolas, cuyos laterales eran de cristal, tenían en el fondo una llave que abría y cerraba el paso del gas, y a la que se podía acceder a través de un agujero circular. En el centro de la tulipa estaba la espita por la que salía el gas, rodeada por una redecilla de seda.

Todos los días, al anochecer, llegaba “El Farolero”, provisto de un largo tubo rematado por un elemento que llevaba encendida una leve llama. En la mitad, una pera de goma llegaba hasta lo alto del tubo. Al llegar al pie de cada farola, Introducía el tubo por el agujero de la base y, mediante un pequeño gancho situado en la parte alta de la pértiga, abría la llave y daba entrada al gas. A continuación, apretaba la pera de goma y éste llegaba hasta la llamita. El gas llenaba, a través de la redecilla, el interior de la tulipa y la llamita provocaba la combustión momentánea de todo el gas, que luego quedaba reducida al que seguía saliendo de la redecilla.

De acuerdo con Davis, el inventor de este sistema, solo se encendía el gas por la parte extrema de la redecilla y no se quemaba el que había en la tubería que suministraba el combustible (Este método de Davis era el mismo que se utilizaba en las minas de carbón, y con el que se evitaba el incendio de las bolsas de grisú que tantos siniestros habían provocado en ese sector)

El gas ciudad, al arder producía una luz brillante, muy bonita, que permanecía encendida hasta el amanecer, cuando nuevamente el farolero, introducía la pértiga y cerraba la llave de entrada, con lo que se apagaba la farola.

Después de algunos años las farolas dejaron de funcionar por gas, dando paso a la electricidad urbana.

Como dije antes, el gas ciudad se usaba también para uso domiciliario ya que la empresa que lo fabricaba también lo suministraba por toda la ciudad, y a través de tubos soterrados, llevaba el gas a los domicilios en los que se instalaba un contador de entrada y continuaba, hasta la cocina mediante tuberías de plomo.

Siempre me resultó muy curioso el funcionamiento de este suministro, ya que para que entrase el gas y llegara hasta la cocina, antes había que introducir en el contador algunas monedas, cosa que había que hacer cada vez que se tenía necesidad de combustible. Mensualmente, pasaba el revisor a comprobar el consumo del gas y verificar, al mismo tiempo, el dinero del contador. Como casi siempre se había pagado más dinero que el importe de lo consumido, el operario solía devolver la diferencia al usuario en ese momento.

Este tipo de instalaciones estuvieron en servicio en Alicante hasta la llegada de la Guerra Civil ya que, como consecuencia de los bombardeos sufridos en la ciudad, todas las instalaciones, gasómetros y conducciones, quedaron inservibles. D.E.P.

En la casa de mi tío Rafael, que luego fue nuestro domicilio al casarme, existía ese tipo de instalación de gas.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Algo sobre mi Familia


Carlos, 13-2-1918
Como ya he dicho, nací en el núm. 34 de la calle de Riego, el 28 de agosto de 1915. No tengo constancia de la hora en que vine al mundo. Fui bautizado, si no estoy equivocado, en San Nicolás, siendo mis padrinos mi “Mamá Carmen” y su hermano, el tío Paco. En ese domicilio vivía junto a mis padres, mi hermano Antonio y la hermana de mi madre, Carmen, mi madrina. Mis padres fueron Carlos Gomis Bañuls y Antonia Adelina Juan Carrillo.

El oficio de mi padre era el de pintor decorador. Casi siempre trabajó por cuenta propia ayudado en ocasiones por otros operarios que contrataba. Muchísimas veces, su ayudante era mi tío Manolo, su hermano. El tío Manolo vivía en la calle Trafalgar, mejor dicho, en una de sus travesías, la calle del Olvido, en un pequeño piso junto a su mujer y con mis primas, que entonces eran dos, Agueda y Lola, ya que Tere y Concha aún no habían nacido.

De su mujer, la tía Matilde, persona algo inocente y que no levantaba ni polvo ni remolino, no guardo casi ningún recuerdo. Sin embargo, a mis primas y mi tío si los tengo muy presentes, ya que formaron parte de mi vida de entonces y también de la posterior, como tendré ocasión de referir más adelante.

Mi madre, Adelina además de ocuparse de los trabajos domésticos se dedicaba, junto a mi tía, al tejido de punto, fundamentalmente de medias y calcetines. Para ello usaban una gran máquina de tejer, a mano, que siempre he visto funcionar en mi casa y que la mayoría de las veces era utilizada por mi segunda madre, mi queridísima tía Carmen. Bueno, más bien, mi madre Carmen. En realidad, casi la única madre que he conocido y de la que ya contaré sus circunstancias.

Los recuerdos que tengo de estos primeros años son muy vagos, y están envueltos en una neblina que me impide evocarlos claramente. Pero uno de los que tengo más nítidos precisamente está relacionado con ésta actividad. En muchas ocasiones mi madre me enviaba a la cercana calle de Teatinos, paralela a la calle Gerona, donde en el tramo más próximo a Bailen, había una tienda que vendía hilos para tejer. Aun recuerdo lo que me encargaba: “Ves a la tenda dels fils i me’n portes tres madeixetes de fill negre, de tres caps”.

Otra de las cosas que veo como si fuera ahora, es una vez que salíamos del cercano Teatro Principal y mi padre me llevaba en brazos. Era invierno y yo iba muy bien arropado. Recuerdo perfectamente el camino hasta mi casa, visto a través del ropaje que me abrigaba, como si pasara ante mí la escena de una película.

El Teatro Principal siempre ha estado unido a nuestra vida familiar ya que, mi padre era asiduo a los espectáculos de variedades que solían visitar el coliseo alicantino, y que luego comentaba en casa a mi madre.

Era frecuente que, cuando había función, y mi padre asistía, permaneciéramos atentos a los ruidos que nos llegaban de los vehículos apostados frente al teatro, ya que el bullicio provocado por su puesta en marcha nos anunciaba la próxima llegada de nuestro padre y, con él, la cena que ya estaría preparada en la mesa.

Entre otras escenas que aparecen en mi memoria, muchas veces desdibujadas, recordándome hechos de mi niñez, está la de una noche de gran revuelo en casa, con movimientos ajetreados de mujeres vecinas, entrando y saliendo de la habitación de mis padres, carreras, cuchicheos, la visita de un médico, platos con alcohol encendido por el suelo, para calentar la habitación. Y, de pronto, sin saber cómo ni cuando, todo terminó.

Pasado algún tiempo, notaría la ausencia de mi madre. Había muerto aquella noche, en la que toda la agitación se debía al nacimiento de mi hermana Antonia Adelina, para todos Antoñita. Su alumbramiento provocó la muerte de mi madre, hecho que era muy habitual en aquellos tiempos.

Los primeros años de Antoñita transcurrieron fuera de casa, ya que fue preciso buscarle un “ama de leche”, que encontraron en Torremanzanas, en una finca cercana al pueblo. Me parece ahora, cuando mis padres (mi papá se casó con mi tía Carmen tras enviudar) nos llevaron una vez a verla. Desde los brazos de mi padre, aún me parece contemplar las piedras y las matas del camino que nos conducía a la vivienda en la que estaba mi hermana.

Para llegar al pueblo, desde Alicante, tomábamos “La Torreana” en la Posada La Balseta, situada en las proximidades de la Plaza Las Barcas, hoy de Gabriel Miró.

Como podréis comprender, desde la muerte de su hermana, mamá Carmen tomó el mando del hogar, el que dirigió de manera formidable, dándonos todo su amor en cuerpo y alma. No regateándonos nunca en toda su vida el mínimo gesto de cariño.

Quiero que, estas líneas, sean un canto de gratitud hacia ella, que se desvivió por nosotros anteponiendo nuestras necesidades a las suyas. Con su constante sacrificio, nos brindó una vida placentera, cuyas dificultades salvaba con su amor y con su entrega.

Ella hizo que nosotros, siendo hijos de un trabajador, viviéramos como ella lo había hecho en su infancia, rodeada de cariño y comprensión y procurando que nunca echáramos en falta nada de lo que en otros hogares tenían, por su mejor posición. Gracias a ella, vivimos nuestra niñez sin preocupaciones, satisfechos y contentos, como auténticos “niños ricos”.

Si, desde el “más allá” nos contempla, quiero hacerle llegar toda mi gratitud y pedirle perdón por las veces que pude darle algún disgusto. ¡¡Gracias, mamá!!, te recuerdo con amor.

Más adelante, cuando llegue la ocasión, hablaré de cómo vivíamos, lo que teníamos y de lo que carecíamos.

jueves, 4 de noviembre de 2010

La Muntanyeta y su entorno

Antes de concluir estas líneas preliminares, me gustaría reseñar lo que era “La Muntanyeta” y sus alrededores. Como su nombre indica, se trataba de un gran montículo, con algunas derivaciones, que ocupaba gran parte de lo que hoy está construido entre Alfonso el sabio, Paseo de Soto, la plaza que lleva su mismo nombre y el final de lo que era la calle de Riego, impidiendo su conexión con Soto.
Las estribaciones de esta calle terminaban, en su parte derecha, con una empinada escalera que daba acceso a las casas que allí se habían construido y no tenían otra salida.
Al otro lado, se alzaban más escaleras, pero estas a parte de conducir hasta las casas, también tenían salida hacia la izquierda a través de la desaparecida calle del Molí y sus callejas cercanas. Este entramado estaba repleto de rincones y vericuetos misteriosos que, he de confesar, mis miedos infantiles me impidieron curiosear.
Volviendo a la calle de Riego, entre las ya comentadas Bodega y la casa de los Chipón, se encontraba el “Carreronet”, estrecho pasadizo que finalizaba en una empinada escalera. En este entorno tenían lugar muchas de nuestras reuniones y gran parte de nuestros juegos se desarrollaban allí. En la casa situada al final de esa escalera, vivía mi amigo y compañero de colegio Planes, a cuya madre, lavandera de profesión, siempre veíamos cargada con grandes capazos de ropa limpia, que llevaba a casa de sus clientes.
Desde la calleja podíamos ascender hasta una especie de montículo donde, asomándonos a un muro cercano contemplábamos los juegos en el patio del colegio que las Hermanas Carmelitas tenían en la calle Navas.
Bajando llegábamos a las últimas casas de la calle Pascual Pérez, que acababa en un descampado coronado por una prolongación de la “Muntanyeta", que llegaba hasta casi Alfonso El Sabio.
En este descampado existía lo que llamábamos “El castellet”, restos de muros de lo que supongo serían antiguas murallas. En él jugábamos y, desde lo alto, se veía un almacén, más bien un corralón con pequeñas construcciones al fondo en las que los carreteros traían, desde San Vicente, capazos de yeso para abastecer las obras de la ciudad. En las casetas dejaban los que les quedaban y con ellos cumplían posteriores encargos. Con los años, en este solar se construiría el Gran Hotel, y tras su demolición se convertiría en el actual aparcamiento de la Calle Navas, esquina con Pascual Pérez.
Desde allí también veíamos una gran nave ocupada por lo que fuera una fundición. Por cierto que, cuando el comerciante Gonzalo Coloma edificó en la calle Ángel Lozano la casa que albergaría en los bajos su establecimiento de droguería, utilizaba esta nave como almacén, por lo que siempre estaba llena de pinturas y otros productos propios del negocio.
En esta calle pocos eran los edificios existentes, ya que frente a la Droguería Coloma, solo se podía contemplar una esbelta torre, que conocíamos como “El Torreón de Carda”, donde vivían personas a las que nunca pude ver, pero que sin embargo sabíamos que tenían pavos reales pues, durante los atardeceres, podíamos escuchar sus nostálgicos cantos.
En la esquina de Alfonso El Sabio, y hasta la siguiente con Álvarez Sereix, se levantaba un grupo de viviendas con pisos, todas iguales, que disponían en el primer tramo de las escaleras, de una especie de vidriera donde se ubicaba la garita de la portería. Nosotros, los chiquillos de la zona, cuando nos atrevíamos, osadamente, a extender nuestros juegos hacia  ese alejado (¿?) lugar, siempre nos tropezábamos con la violenta oposición de una mujer que ejercía como portera de una de esas fincas. Un día, hartos de soportar sus agresiones e insultos, acordamos vengarnos. Para ello, provistos de piedras, nos dispusimos en grupos frente a cada una de las casas y, a la voz de mando, arrojamos las piedras, destrozando sus cristaleras. Como es lógico inmediatamente huimos y luego dejamos de visitar la zona durante mucho tiempo.
Actualmente no queda ninguna de esas viviendas, la última desapareció hace poco. Estaba ocupada por la conocida Peluquería Ortín y era la única prueba de lo que en aquellos tiempos fue ese magnifico grupo en tan emblemática calle.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Comercios y personajes del barrio

En la calle de Riego y en la cercana Plaza Nueva, había comercios y personajes con los que conviví durante los años que allí residí.
Como ya he comentado,  junto a mi casa estaba la Bodega del Tío Paco, un poco más alejada, en la misma acera, vivía la familia Chipón, cuyo padre era empleado del Banco Hispano Americano. Más allá, cerca de la “Muntanyeta” que cerraba la calle, vivían unos amigos míos cuyo hermano, según decían, era mecánico dentista, profesión que, para mí y en esa época, me resultaba totalmente desconocida y absolutamente misteriosa.
En la misma acera vivía el señor Alfredo con su familia. El señor Alfredo durante todo el año, en su tiempo libre, se dedicaba a la fabricación de las navideñas zambombas que luego vendía en el mercado de Navidad. Para fabricarlas utilizaba botes de distintos tamaños que recogía por ahí y las pieles de conejo que compraba a sus vecinos.
El mercadillo de la cascaruja, en aquellos tiempos, tenía lugar en la calle de Castaños, desde la plaza de Chapí hasta Alfonso El Sabio. En este tramo de calle se instalaban los tenderetes para la venta de cascaruja, dulces y toda clase de artículos navideños (panderetas, zambombas, matracas, caretas, etc.)
En la cercana calle de Jerusalén, los bajos de la casa donde vivían unos amigos de mi edad, estaban ocupados por una cuadra, con caballos y carruajes de época.
Frente a mi casa, en la esquina que desde hace unos pocos meses se levanta una edificación moderna, estaba la “Tenda de l’oli”, cuyo propietario era “Blai, el de l’oli”. Sus hijos, Isabel y Blas, eran poco más o menos de mi edad. Por cierto, que Isabelita, como la llamábamos, vive en la actualidad, en la Av. Maisonnave cerca de nuestra casa. Es viuda de uno de los hermanos de “La Casa del Tejedor”.
No quiero dejar de citar las peluquerías, que como la del “Peluquín” se ubicada en la Plaça Nova. Frente a la peluquería de Pepito, en la calle Navas, estaba el horno de Mazón y frente a la que había en la calle de Riego se levantaba un establecimiento de cuerdas, persianas y alfombras, propiedad de la familia Burillo. A su lado, en la misma calle “La sageña” elaboraba unas “coques de molletes” que tenían gran renombre. Uno de sus hijos, Juanito Hernández “El pipi” era de mi edad y fuimos juntos al colegio. Con el paso del tiempo, se convirtió en agente comercial de alimentación. Durante años, coincidimos en muchas ocasiones, pero de un tiempo a esta parte he dejado de verlo.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Un Hogar en la Calle de Riego



En primer lugar, voy a intentar describir el hogar en el que, por el amor de mis queridos padres, vine al mundo, en la ciudad de Alicante, un mes de agosto de 1915.

Nací en el número 34 de la calle de Riego, hoy tras largo discurrir del tiempo, llamada calle del Teatro, después de haberse llamado antes del General Goded.

Era una casa de planta baja y dos pisos. En la planta baja vivían, hasta mi llegada, mis padres y mi hermano Antonio. Se trataba de una vivienda humilde en la que viví durante doce años, con la tranquilidad que da el ser atendido con cariño y con las máximas atenciones de tus seres queridos.

En el interior, subiendo cinco escalones, se accedía a la vivienda, que constaba de un amplio comedor-cocina que se asomaba a la calle por un gran ventanal enrejado, que era, para nosotros, un gran entretenimiento, ya que pasábamos mucho tiempo en su rellano, contemplando el exterior, mientras jugábamos.

A la izquierda del ventanal había un espacio, con su barandal de obra, que servía de resguardo para no caer por la escalera. En este rincón disponíamos de una mesa que utilizábamos para estudiar y hacer los trabajos escolares. También había un armario en un hueco de la escalera que, desde el portal contiguo al nuestro, servía para subir a los pisos superiores. En este hueco almacenábamos nuestros escasos juguetes y el, no menos escaso, material escolar.
 A la derecha del comedor estaba la cocina, en cuyo lado había una “gerra” embutida en obra que mi madre llenaba con el agua que traía desde la cercana Plaza Nueva (Hernán Cortés) y que utilizaba para las atenciones familiares.

Al lado de la cocina estaba la despensa y, a continuación, un pasillo con tragaluz que llevaba a una gran habitación excavada dentro de la “Muntanyeta”. Esta habitación era la de mi hermano, y después también la mía. Por ser una verdadera cueva, era cálida en invierno y fresca en verano. Desde el comedor-cocina se pasaba a la habitación de mis padres.

A pesar de su modestia, esta casa fue un hogar que toda la vida he recordado cariñosamente, por haber vivido en él grandes momentos de felicidad, y en los que mis primeros años de vida fueron gozosos y nunca tuve envidia de otros hogares amigos, con mayor poder económico.

Al lado de mi casa, el señor Paco tenía una bodega, con cuadra anexa ya que, con sus carros, iba en busca de los vinos que, posteriormente vendía en su establecimiento. Tenía un hijo y una hija, grandes amigos míos, con los que mantuve relación durante muchos años.

En los pisos superiores de mi casa vivían, en el primero, la familia Aracil, a los que he seguido la pista, continuando con la amistad. Aunque, desde hace relativamente poco tiempo, carezco de noticias suyas.

 En el segundo vivía la familia Pericás y un primo suyo apellidado Sanz, con los que mantuve contacto, al menos con uno de ellos, ya que era camarero del Casino. Desgraciadamente, no sé nada de ellos desde hace años.

 Al otro lado, en el bajo, vivían mis “tetas”Concha y María, con su padre. Ellas eran coristas en el cercano Teatro Principal, donde siempre encontraban trabajo cuando lo necesitaban. Su padre trabajaba en un almacén de almendras. Cuando llegaba por la tarde, acabada su jornada laboral, solía esperarlo en la puerta ya que, en el doble de su pantalón, traía escondidas algunas almendras, que me daba.

Entre otras familias cercanas estaba la del maestro pintor Víctor. Apellidado Viñes, cuyo hijo, llamado igualmente Víctor, fue oficial de prisiones y muy conocido en Alicante por su programa radiofónico “Al pie del Benacantil”, famoso en su momento. Después, cuando se iniciaron las competiciones hípicas en el Tossal de San Fernando, dirigiría las apuestas, siendo posteriormente el primer Director Provincial de las Apuestas Mutuas Deportivas Benéficas, la clásica Quiniela, en Alicante. A su muerte, la viuda continuó con el negocio. Por cierto, que una de sus hijas, Mari Carmen, fue gran amiga mía ya que fui su profesor en una época que, cuando llegue el momento, desarrollaré.

Otra familia era la de Evaristo Pérez, cuyo padre tenía un taller de reparación de motores marinos, en la carretera de Elche, cerca de la Estación de Murcia. Evaristo, su hijo, protagonizó uno de esos hechos que me habréis oído contar muchas veces.

Como muchos domingos, acompañaba a mi madre cuando iba a jugar con sus amigas, a la lotería o a las “siete y media” entre otras cosas, y estando en ello llamaron a la puerta de la calle. Al abrir, subieron hasta el primer piso unos hombres cargados con el susodicho Evaristo que, según dijeron, se lo habían encontrado tendido en la acera del Cine Salón Moderno y, al haberlo reconocido uno de ellos, lo llevaban a su domicilio. El incidente produjo una fuerte conmoción entre el vecindario, por lo que se había armado un gran revuelo. Así que lo entraron a la habitación de sus padres, lo acostaron y comenzaron a desnudarlo. Cuando le quitaron los zapatos, para sorpresa de todos, el interfecto se levantó de pronto diciendo: “Gràcies a Déu!! Quin descans!”. Por lo visto, le apretaban tanto los zapatos que no podía dar ni un paso … Sin comentarios.

sábado, 23 de octubre de 2010

A manera de prólogo

Hoy, día 7 de mayo del 2001, voy a comenzar los relatos de mi vida, los que quedarán fijados en estos libros que me regalaron para este fin, hace ya bastante tiempo.
Me dispongo a iniciarlas pero, antes de leerlas, quiero que tengais en cuenta que las escribo sin que me haya planteado ningún esquema para llevarlas a efecto. Las escribo como salen desde mi interior los recuerdos.
Se trata de un trabajo difícil ya que, he de recurrir a mi memoria y retrotraerme a tiempos en los que distintos recuerdos se diluyen juntos y se enmascaran con otros, relativos a mi persona y a mi entorno.
No obstante, me he hecho el firme propósito de que, mi exposición sea el más fiel reflejo de los tiempos pasados, dentro de lo dificultoso que resulta referirse a hechos ocurridos hace tanto tiempo.
Perdonadme si me repito o si observáis los muchos errores que puedo tener. Asimismo, quiero señalar que, como vereís, normalmente no indico las fechas, porque no me han quedado fijadas.
También observareís que algunos de los recuerdos no están reseñados por orden cronológico ya que, en muchas ocasiones me ha sucedido que, después de haber consignado algunos hechos, posteriormente he recordado otros que no había reseñado en su momento y lo hago entonces.
Os pido tengaís buena disposición para leerlas porque, como he dicho en otro lugar, están escritas para vosotros, nacidas desde mi corazón.
Os quiero,
Carlos Gomis